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viernes, 29 de marzo de 2013

A Jorge

Ella iba y venía, por trabajo, por amistad, con ilusión y ganas y desganas. Iba, sí. Se iba, también.

Siempre que llegaba, lo hacía entre sonrisas y ojos brillantes como soles. Mientras se encontraba allí, en aquella casa, rodeada de muebles, libros, juguetes, bicis y kimonos, él no dejaba de mirarla, le observaba, le pedía abrazos, le pedía besos, rozaba su nariz con la suya, le enseñaba sus dientes y se pasaba las horas contándole historias. Mientras le escuchaba, se pasaba los minutos acariciando con sus manos minúsculas sus mejillas para luego enredar sus dedos en su pelo. No dejaba de mirarla, los ojos bien abiertos. Le daba igual las historias, los cuentos, las palabras, sólo miraba con los ojos bien abiertos. Quería verla, saber y aprender de ella. Quería sus manos y acariciaba el rojo de sus uñas hasta que después de un rato levantaba la cabeza, le preguntaba por su vestido rojo y decía mil y una vez a todo el mundo: yo la quiero mucho.

Cuando llegaba la hora de irse, ella cogía su bolso mientras el brillo de su mirada se desvanecía de repente. Se borraba en un instante aquella sonrisa ingenua e inocente, y se dibujaba una mueca seguida de las primas lágrimas que iniciaban un llanto interminable. Pero ella, sin poder hacer más que promesas sobre su vuelta, se iba escondiendo hasta llegar a la puerta y de puntillas desaparecer tras ella por el pasillo que le llevaba de nuevo a su propia vida. 


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