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jueves, 24 de noviembre de 2011

気合 (KIAI)

Algún aliado le quedaba. Se había caído pero le había tendido la mano. El resto fue pura mecánica biológica: obra de su propia naturaleza.
Su piel se deshizo y mudó, cambió su textura, se volvió suave como la seda, cálida como el sol y dura como una roca pulida por las olas del mar. Por fin se erizó. Su corazón empezó a bombear sangre a un ritmo cada vez mayor. Sus músculos se tensaron y el menor movimiento le hacía sentir ese poder, fruto de esfuerzos pasados, que tanto tiempo llevaba escondido en el olvido de sus recuerdos.
Su interior rugía. Un temblor ardiente, una determinación de fuego. El ceño fruncido, los dientes apretados. La frente bien alta y su largo pelo elegantemente recogido para la batalla. Sus labios carnosos unidos, se alimentaban de deseo. El deseo de un cuerpo al que enfrentarse, sobre el que deshacerse, que intimidar y al que entregarse, para el que luchar y del que defenderse.
Al salir del túnel, sus ojos, fijos en el horizonte de la línea blanca que se dibujaba entre las luces de los coches, habían ansiado alcanzar la velocidad máxima. Quería llegar a las estrellas pero no por el camino fácil. Sabía que su sabor no sería el mismo. Decidió endosar su armadura, desenfundar la espada y derribar uno a uno sus enemigos. El miedo sólo era ese desconocido que, aturdido ante semejante adversario, perdía consistencia y se iba difuminando tal la niebla que con la mañana desaparece. Pero por si por algún lugar de la noche pudiese estar aguardando la próxima caída, lanzó desde lo más profundo de su ser el rugido kiai que, tras recorrer cada rincón de su cuerpo, advirtió al mundo de la nueva fuerza que se acababa de forjar.



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