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viernes, 8 de junio de 2012

El desierto desde el que no dejo de escribir

En la ciudad en la que vivo ya ha empezado a no dejar de hacer calor en ningún momento ni a bajar de los 40º C en las horas centrales del día. Ni siquiera refresca por la noche. Se podría decir que ha empezado el verano antes de tiempo porque esta noche seguía habiendo 30º C  sin sol ni estrellas. Creo que a medio día nos habríamos achicharrado tal cucarachas salteadas al sol si no hubiésemos ido persiguiendo la sombra.
Todo suena a ramas secas. Todo huele a aire caliente y humedad. No hay rastro de lluvia ni lo habrá en meses. Nuestros cuerpos sudan, se vuelven pegajosos, derraman litros, se funden y deshacen, pierden su volumen.
Ahora hace calor, la ciudad está en silencio, nos refugiamos en casas que se convierten en hornos o iglús y seguimos trabajando como lo hacen las hormigas. Los sureños nos adaptamos, no decidimos dormir ni quejarnos como lo hacen en alguna que otra ciudad del Norte y si lo pensamos hacer preferimos tomar un granizado. ¡De horchata si puede ser! Nos despertamos sin despertador, con el cantar de los pájaros que se han quedado en nuestra ventana o en la palmera de enfrente. Nos levantamos cada día y dejamos que se enfríe el café o lo cambiamos por leche. Pasamos del agua caliente del invierno al agua fría y elegimos la ropa con menos tela que podamos encontrar en nuestro armario. Soñamos despiertos con las olas del mar y con algo de melancolía. Luchamos contra mosquitos, avispas y cucarachas, pero apagamos la radio para escuchar el canto de los grillos al volver a casa después del trabajo. Es un poco como vivir en el desierto, solo que los oasis están en nuestro interior.

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